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Después de años de ausencia, su regreso marca una historia de recuperación ambiental y de aprendizaje para la conservación.
“Cuando empezamos a trabajar con la especie, allá por 2018, no sabíamos casi nada de su biología ni de su distribución”, recuerda Emanuel Galetto, coordinador del proyecto. “Sabíamos que había dejado de verse en muchos sitios, incluso donde el ambiente parecía perfecto. Algo se había roto en esas poblaciones”.
Con esa inquietud, el equipo comenzó a recorrer la zona, hablar con los pobladores y recopilar información. En 2020, junto a la provincia de Santa Cruz, iniciaron las primeras translocaciones: trasladaron ejemplares desde el Cañadón Pinturas y la Meseta del Lago Buenos Aires hacia los paredones del Cañadón Caracoles, donde la especie se había extinguido.
Cuatro años después, los resultados son alentadores. Ya se observan nuevas generaciones nacidas en ese lugar y una población estable que continúa expandiéndose.
Los datos obtenidos en estos años aportan información inédita.
“Hoy tenemos individuos que llevan tres o cuatro años viviendo allí y que ya tuvieron crías que, a su vez, se reprodujeron. Eso demuestra que se adaptaron”, explica Galetto.
El seguimiento mediante cámaras y collares VHF permitió conocer detalles de su comportamiento. Se detectaron juveniles capaces de desplazarse hasta doce kilómetros entre paredones, algo nunca antes registrado. También se observó que las hembras permanecen cerca de su territorio, mientras que los machos jóvenes se dispersan en busca de nuevos sitios donde establecerse.
Estos hallazgos revelan la importancia de la conectividad del paisaje. “El chinchillón necesita esas islas de roca que funcionan como corredores. Si se pierden por acción humana o por falta de vegetación, las poblaciones quedan aisladas. Restaurar esa red natural es tan importante como mover individuos”, añade.

Los investigadores también lograron describir su ritmo de vida. Las hembras suelen tener una cría por año, entre octubre y noviembre, y permanecen con ella casi doce meses. Son animales crepusculares: activos al amanecer y al atardecer, pasan el resto del día tomando sol o refugiados entre las grietas.
Su morfología está perfectamente adaptada al entorno: patas con almohadillas ásperas que les permiten trepar, pelaje denso que los protege del frío, y una dinámica social que combina independencia con cooperación.

El proyecto no se limita al ámbito científico. Incluye acciones de educación y participación comunitaria para que habitantes y visitantes conozcan al chinchillón anaranjado y comprendan su valor ecológico.
“Damos charlas en escuelas, trabajamos con jóvenes que pueden convertirse en guías y buscamos que este conocimiento se integre al territorio”, señala Galetto.
Hoy, ocho grupos familiares se distribuyen entre diez paredones del Cañadón Caracoles. Es la tercera generaciónnacida allí, y el monitoreo continúa.
“El objetivo es consolidar una población autosustentable y aplicar lo aprendido para recuperar otras especies en la Patagonia. Lo que estamos viendo con el chinchillón anaranjado es que la restauración activa funciona. Y eso abre una puerta enorme para la conservación”, concluye el investigador.
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