El gobierno de Claudio Vidal junto con su vicegobernador Fabián Leguizamón —el popular “Chuqui”— apostó fuerte por una estrategia de confrontación con un sector del poder judicial en la provincia de Santa Cruz que, además de carecer de sustento sólido, quedó en evidencia como una maniobra sin respaldo político ni social. El proceso de juicio político contra el vocal del Tribunal Superior de Justicia de Santa Cruz (TSJ) Fernando Basanta lo demuestra.
Vidal y Leguizamón optaron por instalar un clima de confrontación con el Poder Judicial: acusaciones públicas de parcialidad política, ética cuestionable, incluso delitos graves, pero sin ofrecer pruebas que resistieran el escrutinio. Detrás del operativo figuraba una intención clara: debilitar a un sector judicial que, se decía, “obstaculizaba” la agenda del Ejecutivo provincial. Leguizamón, por su parte, lo resumió así: “La Justicia tiene que funcionar, no puede quedar supeditada a decisiones políticas”.
Pero la insistencia gubernamental en la denuncia contra Basanta —por supuestas irregularidades en su designación, falta de los seis años de ejercicio profesional exigidos, y participación en designaciones irregulares— terminó convirtiéndose en un boomerang.
El oficialismo promovió el juicio político sabiendo que requería los dos tercios de los miembros de la Sala Juzgadora para destituir al vocal. No los consiguió. El argumento central quedó en pie: “no reúne los recaudos suficientes para considerar que haya incurrido en la causal establecida en el artículo 138°”.
Eso indica tres fallas graves del gobierno:
No logró articular una base legislativa lo suficientemente robusta.
No pudo presentar evidencia contundente que resistiera análisis legal y público.
Tampoco movilizó a la opinión pública a su favor: la estrategia de choque terminó pareciendo un teatro político más que una defensa de la institucionalidad.
El hecho de que la defensiva de Basanta calificara la acusación como “burda” es sintomático.
La consecuencia es doble: por un lado, la acción en sí misma desvió recursos, tiempo y energía de lo que debería haber sido el foco de gestión del gobierno provincial: mejorar la salud, la educación, la infraestructura. En lugar de gestionar, se disparó contra la justicia. Un lujo que los santacruceños no se podían permitir.
Por otro lado, muestra un gobierno que optó por el conflicto antes que por la gestión, lo que erosiona el prestigio institucional y genera desgaste político innecesario. Vidal y su equipo quedaron en evidencia como quienes lanzan acusaciones sin sustancia, quedando mal ante la sociedad.
El caso deja al descubierto un mensaje claro: la confrontación sin fundamentos sólidos es un riesgo político que tarde o temprano se vuelve en contra. Las instituciones no funcionan con golpes de efecto ni titulares altisonantes, sino con reglas, evidencias y procedimientos que deben ser respetados. Apostar a atacar al Poder Judicial sin pruebas suficientes terminó siendo un boomerang para el Gobierno, que quedó a cargo del costo de haber impulsado un conflicto estéril mientras la Justicia salió indemne.
La gobernabilidad exige gestión, no escaramuzas. Cuando un gobierno desvía la atención hacia juicios políticos por motivos simbólicos o disputas internas, lo que se resiente es lo sustantivo: la calidad de vida de los ciudadanos. Por eso, este episodio se consolida como una derrota política para Vidal y Leguizamón. En lugar de construir una agenda de trabajo con objetivos claros y alianzas firmes, eligieron un enfrentamiento que no pudieron sostener. El resultado es un juicio político que no prosperó, prestigio institucional deteriorado, recursos desperdiciados y un gobierno obligado a retomar la agenda que había dejado de lado.
Más que un tropezón, lo ocurrido es una advertencia sobre los costos de optar por el choque fácil y la retórica dura en lugar del trabajo serio y constante. En Santa Cruz, fueron los vecinos quienes pagaron el precio de esa apuesta, y será Vidal quien deba explicar por qué eligió el conflicto cuando lo urgente era gobernar.
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