EMERGENCIA ESCANDALOSA
En Santa Cruz hubo viento, sí. Pero lo que más sopla en estos días no es el aire patagónico sino el nivel de discrecionalidad que pretende el Gobierno bajo el nombre amable de “Emergencia Climática”. Mientras los santacruceños seguimos juntando paciencia, el Ejecutivo encontró en la tormenta la excusa perfecta para avanzar con un decreto que, si no viniera envuelto en la épica del temporal, sería directamente un escándalo institucional.
El Decreto 1039/25 reconoce que los daños más severos ocurrieron en zona norte: techos arrancados, postes en el piso, rutas intransitables. Todo cierto, o casi. Pero aun con esa descripción, la emergencia se declara para toda la provincia, incluso en lugares donde no se voló ni una maceta. Un fenómeno meteorológico focalizado se transformó, por arte de decreto, en una habilitación extraordinaria que cubre cada rincón del mapa, como si el viento hubiese pegado de la misma manera en El Calafate, Río Turbio, Perito Moreno y San Julián. La lógica técnica brilla por su ausencia; la lógica política, no tanto.
Para completar el cuadro, la duración del régimen es casi poética: 30 días prorrogables, pero también “hasta tanto el Ejecutivo disponga su cese”. Traducido: lo que dure la emergencia será lo que quiera el Gobierno. Un plazo que se estira, se relaja, se adecúa, se modula. Si el viento sopla o no sopla ya no importa. Lo que define el fin de la emergencia es la voluntad del Ejecutivo, no la realidad climática.
El corazón del decreto, sin embargo, está en lo que habilita. Y ahí sí, sopla fuerte. Se exceptúa a Servicios Públicos, Vialidad, IDUV, el Consejo Agrario, los Ministerios de Gobierno, Seguridad, Producción, Energía, Desarrollo Social y Trabajo de prácticamente todas las normas que regulan contrataciones, administración financiera y obra pública. Esto significa una sola cosa: compras sin licitación, adjudicaciones directas, movimientos de fondos sin los controles habituales, incorporaciones de personal sin procedimiento. Es un “hágase”, “hágase”, “hágase” sin pedir permiso a nadie. Y como si fuera poco, el decreto agrega una línea que es la fantasía húmeda de cualquier funcionario sin vocación de transparencia: “suspéndanse todas las normas reglamentarias que se opongan al presente”. Esa es la bomba más silenciosa del texto. Si alguna regla molesta, se la apaga. Si alguna norma exige competencia, se la deja en pausa. Todo amparado por un viento que —según reconoce el propio decreto— no sopló igual en toda la provincia.
La falta de rigor técnico se vuelve más alarmante cuando uno busca los informes que deberían acompañar cualquier emergencia seria: relevamiento de daños, estimación de costos, obras necesarias, listado de zonas críticas, análisis presupuestario. No están. No hay un solo número que permita saber cuánto costará esta emergencia ni qué se piensa hacer con la billetera abierta que se pretende habilitar. La Legislatura debe votar a ciegas, sin información económica mínima, firmando un cheque en blanco como si fuera un trámite administrativo.
En ese contexto, la emergencia aparece no solo como respuesta a un temporal, sino como la herramienta perfecta para mover fondos donde el régimen ordinario no deja. Si no se puede por presupuesto, se podrá por emergencia. La tormenta vino del cielo, pero la oportunidad la vio la política.
El proyecto enviado a la Legislatura para ratificar el decreto es tan minimalista como funcional: dos artículos, sin límites, sin controles, sin pedidos de informes, sin topes de gasto y sin auditoría posterior. El Gobierno pide un gesto de acompañamiento institucional; lo que en realidad solicita es una habilitación plena para operar sin los contrapesos que el sistema exige. Si la Legislatura aprueba esto sin modificar nada, estará renunciando a su función más básica: controlar.
Es cierto que hubo viento, y daño real en familias y comunidades. Pero también es cierto que la emergencia, tal como está escrita, excede por lejos la necesidad de reparar un temporal. Se convierte en una herramienta política, financiera y administrativa que permite operar sin restricciones mientras dura la “emergencia”, que —como ya vimos— dura lo que el Ejecutivo disponga.
La pregunta es simple: ¿la emergencia es por el clima o por la necesidad del Gobierno de manejar recursos sin control en un año donde el presupuesto no le alcanza ni para tapar los baches? En Santa Cruz, la tormenta ya pasó. Lo que sigue soplando fuerte es otra cosa.